viernes, 19 de junio de 2009


Aquel día del año 1696, Don Pedro de Quijano se daba a todos los demonios pues nunca hubiera creído que su única hija, la hermosa Maria Leonor, se enfrentaría con el de la manera que lo hizo, al notificarle que tenia que desposarse con el acaudalado minero Don Juan Antonio de Ponce y Ponce dueño de la hacienda de San José.

Al saber la voluntad paterna, la bella niña había contestado con dulce firmeza que preferiría el convento o la muerte antes de ser la esposa de ese señor, a quien respetaba, pero nunca llegaría a querer. Ni los ruegos, ni las amenazas la hicieron cambiar de decisión.

El Sr. Ponce y Ponce, con sus 50 años, viudo y dueño de importante caudal, llenaba las ambiciones de Don Pedro, que de la escasa herencia que había dejado su padre, solo le restaba la vieja casona en que vivía en el callejón que lleva su nombre y dicha casa estaba hipotecada.

Por esto la negativa de su hija daba al traste con sus proyectos y no resolvía sus apuros económicos.

La razón que tenía María Leonor para desobedecer a su padre era que estaba enamorada locamente y era correspondida del joven José Manuel Zamora, ahijado de Doña Catalina de Sandoval, señora muy rica y virtuosa, gran amiga de la difunta madre de María Leonor.

Seis meses hacia que los jóvenes se amaban, protegidos por Doña Catalina que había prometido a la madre de la niña velar por su felicidad, y confiada en la caballerosidad y buena prenda de su ahijado, creía que era el partido que mejor le convenía, ya que Ma. Leonor era pobre y ella pensaba donar a José Manuel todos sus bienes.

Pero la ambición de D. Pedro derrumbó tan dulces ilusiones, furioso por la negativa de su hija, se pasó a investigar el motivo y mandó a una mulata que ejercía los mas bajos oficios, a que averiguara todo lo concerniente a su hija y a sus amistades.

Antes de una semana, la bruja le llevó los datos más exactos que hubiera deseado saber, y supo:
Que todos los días un embozado seguía a su hija cuando ésta iba a oír misa al convento de la Merced, acompañada de una vieja sirvienta; que terminada la misa la esperaba el embozado, que ya descubierto era un apuesto galán joven quien le ofrecía el agua bendita que ella agradecía con la más dulce sonrisa; que la volvía a seguir hasta su casa y que antes de entrar en ella se volvía Ma. Leonor y él se despedía con una profunda reverencia y, lo más terrible, que por las noches, después del toque de las ánimas, iba el embozado a platicar por el postigo que daba al crucero detrás de la casa.

El furor de Don Pedro no tuvo límites pensó castigar duramente a su hija y al galán, y una diabólica idea le ofreció dulce venganza.

Corrió entonces el rumor de que se trataba de derrocar al alcalde mayor, Don Juan de León Valdés, quien tenia un poder feudal en esa ciudad, la noticia le pareció de perlas a Don Pedro que fue presuroso a pedir audiencia al sr. alcalde mayor para hablarle confidencialmente de un "Asunto de vida o muerte".

Inmediatamente fue recibido y puso en obra su asunto plan. Dijo al señor Alcalde que sabía que un individuo rondaba su casa con el propósito de asesinarle por ser él tan adicto al gobierno y otras personas más, que era un espía de los descontentos al régimen de la Nueva España, que si lograba aprenderlo, le encontraría documentos que aprobarían lo dicho por él.


Don Pedro llamó a la mulata y le entregó una carta para el joven que iba a rondar su casa, advirtiéndole que no le dijera quien la mandaba. Aquella carta estaba escrita en términos comprometedores.

Esa noche al llegar José Manuel al Crucero Quijano, le entregaron una carta que guardo en su bolsillo sin abrir; acababa de abrir el postigo la blanca mano de su amada cuando apareció un piquete de guardia y le intimó a prisión por lo que sin despedirse de su amada Ma. Leonor, siguió a los guardias.


Loca de terror, corrió la niña a refugiarse en su oratorio, cuando le salió al paso Don Pedro, quien sin preguntarle de donde venia, le dijo únicamente ; "el cielo siempre castiga la desobediencia".

Tres días después en la plazuela frente a la casa de Don Pedro Quijano, se alzaba un cadalzo en que iba a ser ajusticiado José Manuel Zamora, a quien las torturas no habían restado su valentía. Pálida y demacrada, pero con porte altivo, subió las gradas del patíbulo y dando un beso al crucifijo y una última mirada hacia los balcones de su amada, entregó su cuello al verdugo. Horas más tarde, entraba al convento de la Merced (hoy ex-escuela Normal) Ma. Leonor, donde profesó de religiosa y murió santamente.

La plazuela donde muriera angustiosamente José Manuel Zamora, llevó como nombre su apellido.